Concepto de ciudad
(……..)
Una ciudad es un inmenso corazón consternado
donde la sangre colectiva circula lentamente,
irregular, insomne, vestida de teléfonos,
de mujeres derrotadas, de poetas frustrados,
de victoriosos mercaderes, de genios anónimos,
de políticos que digieren fácilmente la palabra « democracia »
y obreros indigestos con la misma palabra…!
Pero también en ella vive perpetuamente
una conciencia humana
equilibrada y
justa.
Una ciudad es un ansioso monumento a la esperanza,
una ecuación multánime de lucha,
una constante manifestación de esfuerzos generales
y una concreta prueba de que el hombre no ha muerto.
(…….)
Werner Ovalle Lopez

Es profundamente conmovedor observar el sufrimiento de los niños que son arrancados de su infancia, de esos paisajes que solían llenar sus ojos de asombro y de los sonidos que los arrullaban en sus noches de insomnio. En mi memoria resuena el eco de la selva que me acompañaba en mis noches, mientras me cuestionaba sobre el rumbo que tomaría nuestro destino, atrapado en un vaivén de incertidumbre y anhelos. Esta experiencia, que comparto con ustedes, se remonta a hace aproximadamente 65 años, cuando mi padre, un músico, se trasladó a Quetzaltenango en busca de trabajo, dejando a mi madre y a sus cinco hijos, incluida una hermanita recién nacida, en la costa, esperando que el destino nos revelara su plan.

Recuerdo con tristeza aquellos años en los que nos sentíamos como el judío errante, condenados a vagar sin un hogar fijo, de alquiler en alquiler, sin poder encontrar un lugar al que realmente pudiéramos llamar nuestro. La pérdida de mis hermanos, Francisco y Matilde, quienes fallecieron siendo apenas unos bebés, dejó una huella imborrable en mi corazón. Su ausencia se siente como un eco doloroso en mi vida, un recordatorio constante de lo efímero de la existencia y de cómo, en medio de la búsqueda de un futuro, a veces se pierde lo más valioso: la familia y la inocencia de la infancia.
Recuerdo aquel día en que abandonamos la costa, un momento que se siente tan distante y, a la vez, tan presente en mi memoria. Mi padre llegó conduciendo un camión, su rostro reflejaba una mezcla de determinación y nostalgia, y con su voz firme nos anunció que era el momento de partir. La emoción me invadió, un torrente de sentimientos que me llevó a ayudar a cargar todo lo que pudimos en el vehículo, sin ser conscientes de que nuestro destino era Quetzaltenango, en un noviembre que prometía ser frío y desafiante. Vestía unos pantalones cortos de un azul intenso y una camisa blanca a cuadros, que parecía un eco de la calidez del lugar que dejábamos atrás. Al llegar, alrededor de las tres de la tarde, nos dirigimos a una casa que mi padre había alquilado en el barrio “San Sebastián”, ya estaba el parque Bolivar, un rincón que pronto se transformaría en nuestro nuevo hogar, aunque aún no lo sabíamos.
Proveníamos de un clima cálido, donde el sol acariciaba la piel y las noches eran suaves, y jamás imaginamos el crudo frío que nos aguardaba en noviembre. Las mañanas eran un espectáculo de escarcha, un manto helado que se aferraba a las hojas de los árboles, recordándonos que estábamos en un lugar diferente, donde el aire era más fresco y la vida parecía moverse a un ritmo distinto. Con el tiempo, nos mudamos al “Barrio La Democracia”, un lugar que se encontraba cerca del hospital y del “Estadio de futbol”. Cada mudanza era un capítulo nuevo, una búsqueda de estabilidad en un entorno que aún nos resultaba extraño.

Finalmente, encontramos nuestro lugar en “Barrio La Cumbre”, un barrio que se alzaba sobre la ciudad, donde los caminos se entrelazaban en un vaivén constante, como la empinada “Cuesta del chucho”, que nos ofrecía vistas de un valle que había sido testigo de la historia y la lucha del pueblo K’iche’ contra el invasor español.

Desde lo alto de aquella cima, el horizonte se desplegaba ante nuestros ojos como un vasto lienzo que narraba esas historias de coraje y tenacidad. El valle, con su calma envolvente, había sido testigo silencioso de innumerables enfrentamientos, de luchas que dejaron huella en la memoria de una nación que, a pesar de las dificultades, jamás se rindió en su búsqueda de libertad. En cada rincón de ese paisaje, se respiraba la esencia de aquellos que habían luchado y caído, dejando un legado imborrable en la tierra que pisábamos.

Al dirigir la mirada hacia el horizonte, se podían distinguir varios cerros que delineaban la geografía de esta tierra delos altos. Las antiguas casas de estilo europeo, con su elegancia nostálgica, contrastaban con las calles cubiertas de una arena blanca y un sholco empedrado que evocaban la imagen de un pasado glorioso, cuando la época de Rafael Carrera permitía el tránsito de carruajes tirados por caballos. Las puertas altas de esas viejas construcciones parecían susurrar historias de tiempos pasados, cuando la vida se movía a un ritmo diferente, marcado por el sonido de las ruedas sobre el emborregado suelo.

En una de esas casas, nació Jacobo Arbenz, un hombre cuyo destino se entrelazó con el de mi amigo Jaime Díaz Rozzotto en el contexto de la revolución. La historia de Arbenz es un reflejo de las esperanzas y desilusiones de un pueblo que anhelaba el cambio, y su vida se convirtió en un símbolo de la lucha por la justicia y la equidad. En cada paso que se daba por esas calles, se sentía la presencia de aquellos que, como él, habían soñado con un futuro mejor, dejando una huella indeleble en la memoria colectiva de una nación que sigue buscando su camino. Por ejemplo los hermanos Ixcaraguà de León quienes fueron compañeros de Arbenz en la revolución.

En la cima, si nos dirigimos hacia la derecha, encontramos la tienda conocida como “La Cumbre”, un establecimiento que pertenecía a un hombre apodado “Güicho Pisto”. Este hombre tenía tres hijos: Jorgito, el 2do hijo, quien vivió toda su vida en soledad, siempre vestido con un traje gris claro y una camisa blanca. Se dice que la religión católica lo había atrapado en sus redes, y lo mantuvo alejado de las tentaciones del mundo. El 1er hijo es casi un fantasma en la memoria del barrio; los ancianos afirman que se marchó al norte en busca de mejores oportunidades, pero yo nunca tuve la fortuna de cruzarme con él. La 3era es una niña la única hija, Chavela, era fruto de un amor furtivo entre don Güicho y una joven de belleza silenciosa, a quien rara vez se le escuchaba hablar, salvo en contadas ocasiones con don Víctor o doña Adela Ronquillo, quienes vivían en casas contiguas sobre la “Calle C”.
P ara alcanzar la cumbre, partiendo del antiguo palacio de justicia en la novena avenida, nos adentramos en el territorio de los sastres, los Chuvacs, uno de ellos don “ Peter Taylor” y la casa que sigue es la de Don Reynaldo de León, un andinista de Quetzaltenango que formaba parte del “Club andino los cuervos”. Este lugar, impregnado de historias y recuerdos, se convierte en un punto de encuentro para aquellos que buscan la aventura y la conexión con la naturaleza de los Andes verdes. La figura de Don Reynaldo, con su espíritu indomable, resuena en cada rincón, recordándonos que la vida es un viaje lleno de desafíos y descubrimientos.

Si ascendemos por el “ Diagonal 4”, la primera casa que encontramos es la de los Tucush, un lugar que guarda la memoria de la primera panadería del cantón.

Más arriba, a la izquierda, se encuentra la casa de Martín Sánchez, un hombre que ha dejado un gran recuerdo en mi memoria. Fue uno de los primeros en tomar las riendas de su destino, aventurándose como indocumentado hacia los Estados Unidos. A pesar de haber regresado a Quetzaltenango y haber encontrado cierta felicidad, sé que en su interior persiste un anhelo por el norte, una nostalgia que lo acompaña desde su juventud, recordándose del destierro que vivió en su búsqueda de un futuro mejor.

La casa de Martín guarda un secreto fascinante en su historia, pues antes de que los Sánchez la habitaran, fue el hogar de la tribu de los « gliptodontes », esos enormes armadillos que vagaron por estas tierras hace aproximadamente quince mil años. Un día haciendo trabajos de terrazas en un golpe de tractor descubrieron este fósil. Este rincón del pasado se siente impregnado de una nostalgia profunda, como si los ecos de aquellos tiempos remotos aún resonaran en las paredes, recordándonos la fragilidad de la existencia y la inevitable transformación del mundo a lo largo de los siglos.
A medida que proseguimos nuestro ascenso sobre el diagonal, nos topamos con la morada de Otto Estrada, un hombre que ha dejado una marca imborrable en la comunidad al establecer una escuela y un estudio de pintura, convirtiéndose por su talento de pintor en un símbolo de Los Juegos Florales.

Otto, con su innegable talento, me obsequió dos obras que atesoro con cariño: un retrato de Angiee, que ella exhibe con orgullo en su mansión, y la otra decora mi hogar, y la acompañan un pastel de Lucy Yegros, una artista paraguaya que también ha dejado su huella en el arte. Además, le acompañan un grabado de M. J. Arce, que narra una historia de la lucha dolorosa de la patria, así como obras de otros destacados pintores guatemaltecos como Jacobo Rodríguez y Rudy Cotton. En esta misma diagonal, se alzaba el imperio de los zapateros, donde igualmente vivió Pilo, primero y único futbolista profesional del barrio, su carrera duro muy poco.


También residió ahí en esa subida un maratonista que, atrapado en la trampa del alcohol clandestino, eligió un camino de tristeza, mendigando un trago mientras recitaba versos que hablaban de sueños marchitos. No era extraño pues en la misma avenida habían dos cantinas clandestinas
En la intersección de la diagonal y la novena avenida se alza “La Pila del Caracol”, un sitio que resuena con ecos de épocas pasadas. En su historia, este lugar fue un refugio para los carboneros, como para los leñateros e igualmente, para los lecheros, quienes ataban sus animales en las ventanas de los marimbistas mientras les daban de beber en la pila o les descargaban. En esta cima.
Salvador Galvez Mora, con su talento de adolescente, plasmó los colores del caracol mientras admiraba los imponentes volcanes que nos rodean. Me recuerdo que su cuadro obtuvo un prestigioso reconocimiento, ya se dejaba imaginar que este adolescente llegaría a ser una grand figura del arte de Guatemala. En mi memoria, se dibuja la imagen de un grupo de jóvenes artistas, todos bajo la tutela del maestro Raphael Mora, quien les inculcó la pasión por el arte y la belleza de la creación, dejando una huella imborrable en sus manos.

Compartí con Salvador la experiencia de ser compañeros en la escuela primaria “Francisco Muñoz”, donde nuestra profesora, doña Amparo Guzmán de Barrascout, desempeñó un papel crucial en nuestras vidas. A ella le debo un agradecimiento sincero por haber alimentado mis sueños de viajar a Francia, un deseo que en su momento parecía inalcanzable, pero que ella supo convertir en una posibilidad real. Con su cariño y dedicación, logró que en mí floreciera la idea de que el destierro no es más que un sinónimo de valentía, un concepto que me acompañaría en mis futuros anhelos.

Si seguimos nuestro recorrido, llegamos a la segunda cima después de la pila, en la novena avenida y la calle « C », donde nos topamos nuevamente con la tienda « La Cumbre ». A lo largo de los años, este lugar ha tenido varios dueños, pero recuerdo con especial cariño a Doña Nicolasa Rojas y su esposo, don Oscar Marroquin, quienes la administraron después de haber tenido un negocio similar en la misma avenida. Allí ofrecían una variedad de productos que iban desde pan caliente hasta abarrotes, cigarrillos, fósforos y refrescos. La amabilidad de doña Nico siempre fue un faro de luz en mi vida; su generosidad ha dejado una huella imborrable en mi corazón, y siempre le estaré agradecido por esos pequeños gestos que hicieron grandes diferencias.

Frente a « La Cumbre », en aquellos años dorados de la década de los sesenta, se alzaba la panadería « San Carlos », un lugar que se había convertido en un símbolo para la familia Domínguez. Este establecimiento era famoso por su horno de pan, hecho de ladrillos refractarios, que otorgaba a sus productos un sabor y una textura que no se podían encontrar en ningún otro sitio .Recuerdo a doña Paquita Dominguez mujer que se convirtió en una madre de substitución para mi, gracias por su bondad. La casa de los Domínguez estaba situada entre la novena avenida y la calle « C », justo frente había una mansión, donde vivía el Dr. Cordón médico militar que tuvo el honor de ser padre de los primeros karatekas de Quetzaltenango, destacándose entre ellos el notable Arturo Cordón, quien dejó una huella en el deporte local.

En la misma calle « C », en dirección a la duodécima avenida, residía una mujer que había compartido un capítulo de su vida con el padre de Alberto Fuentes Mohr, quien fue un economista y político de gran renombre. Fuentes Mohr ocupó importantes cargos como Ministro de Hacienda y Ministro de Relaciones Exteriores entre 1966 y 1970, además de ser el fundador del partido Social Demócrata. La historia de esta mujer, entrelazada con la de un hombre que dejó una marca indeleble en la política guatemalteca, es un recordatorio de cómo las vidas de las personas pueden cruzarse de maneras inesperadas, creando un tapiz de recuerdos que perduran en el tiempo.

A tan solo unas casas de distancia, en la misma calle, habitaban los hermanos Nufio, quienes, junto a don Mundo Domínguez y otros personajes de la época, se vieron envueltos en un oscuro episodio de la historia del país al secuestrar al Cardenal Mario Casariego por motivos políticos. Este suceso marcó un hito en la memoria colectiva de la comunidad, dejando una huella imborrable en las calles que, a pesar del paso del tiempo, aún conservan el eco de aquellos días convulsos. Las historias de estos personajes, entrelazadas con la vida cotidiana de la ciudad, revelan un entramado de relaciones y eventos que han dado forma a la identidad de Quetzaltenango, un lugar donde la historia y la vida se entrelazan de manera inextricable.
A l recorrer estas calles, se percibe un extraño olor a historia, un aroma que evoca recuerdos de un pasado que parece susurrar entre las sombras de las edificaciones. Hace años, regresé a esos lugares y me encontré sumido en una profunda reflexión, preguntándome a quién le interesa este legado. ¿Quién podrá liberarse del eslogan romántico de las lunas y navegar por las calles inundadas de memorias, recordando que detrás de cada puerta se han forjado los destinos de una nación.
Dando la espalda a la tienda a primera a primera vista se encuentra la casa de “Los Rojas” seguida de la de “Los Villagran” aparentados con Villagran Amaya Poeta soldado de la 2da guerra mundial. Pero Los Rojas tienen un destino especial en el seno de esta familia nació una de las mujeres mas bellas que he visto y que por su belleza fue reina indígena Quetzaltenango Lidia Rojas, digna sucesora de la primera Reina Rosario y de Florencia de Paz Chajchalac tías de Mito de Paz evocado en otro articulo.
Enfrente de los Villagran vivía una pareja, doña Eva y don Angel, familia emparentada con los maestros de la marimba los Bethancourt,tenían dos hijos el varón Renzo desapareció un día se supone que fue asesinado en las llamadas limpias sociales, La niña Maritza después de haber trabajado con el ejercito seguramente vive una jubilación tranquila.

Siguiendo la 9na avenida esta el callejón “A” que forma un angulo con la casa de los Villagran bajando el callejón fondo al borde del barranco en una casa humilde vivía con su familia el maestro Rafael Mora, formador de tantos pintores quetzaltecos su condición contrastaba con su talento había en un tiempo viajado a Francia donde estuvo varios años pero el destino lo llamo de regreso a a la ciudad de los altos donde murió en el 2004. Arturo Dominguez guarda un cuadro del maestro seguramente como recuerdo de su gran aptitud como pintor y profesor de arte.

Regresamos sobre la 9na av. Y continuamos dirección del Instituto Normal para Varones después de la calle “B” a unos pasos se encuentra la casa donde naciera el ilustre poeta revolucionario Otto René Castillo yo se que nuestra generación escucha en sus recuerdos las dulces palabras de

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“Vámonos patria a caminar, yo te acompaño.
Yo bajaré los abismos que me digas.
Yo beberé tus cálices amargos.
Yo me quedaré ciego para que tengas ojos.
Yo me quedaré sin voz para que tú cantes.
Yo he de morir para que tú no mueras,”
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Otto René Castillo.

En este viaje por el Barrio La Cumbre, mientras mis pasos se entrelazan con las asperezas de la existencia, me percato de que cada calle evoca los ecos de mi niñez. Un día, al indagar a mis hermanas sobre nuestras vivencias en ese lugar, me revelaron que no cambiarían aquellos momentos de alegría por nada en el universo, pues la felicidad es un tesoro invaluable. Tal vez por esta razón, muchos de los que carecen de recursos han dedicado sus escasos bienes en busca de esa dicha efímera, anhelando un instante de luz en medio de la penumbra.

Yo pienso que ciudades son un reflejo de la capacidad de entrelazar diversas culturas, convirtiéndolas en portadoras de una identidad compartida. En este contexto, los habitantes de un mismo lugar se unen por lazos que pueden ser religiosos, sociales o étnicos, como es el caso en los barrios de Quetzaltenango. La distinción entre un barrio y un cantón radica en que los cantones son divisiones territoriales que corresponden a parroquias rurales, lo que implica una organización que se remonta a tradiciones judío-cristianas, marcando así una diferencia significativa en la forma en que se estructuran las comunidades.
Luis Paraiso
Sin lugar a dudas, es este un artículo ameno, interesante y cautivador, especialmente para quienes tuvimos la grata experiencia de vivir en el Barrio La Cumbre.
En el año 1971 arribé, procedente de San Marcos, a Xela, a vivir en la novena avenida, justamente en la casa de Los Rojas. Posteriormente, nos mudamos a la calle C, a la par de la residencia de don Óscar Fernández, hasta 1976, año en el que mi familia y yo migramos a la Ciudad de Guatemala.
Durante esos años hice buenos amigos, como Arturo Domínguez, Mario (no recuerdo el apellido), José Luis Paredes, « El Abuelo » (autor de este artículo), así como Hugo Rojas.
Desde luego, éramos clientes de la tienda La Cumbre. No podría olvidar a doña Nico, a la Chochi y, por qué no, a « La Cocha Blanca »
Mi sincero agradecimiento, estimado José Luis, por esta maravillosa reseña, con fotografías incluidas. Un abrazo fraternal desde tu patria, Guatemala.
Que abrazos no se han perdido escribeme creo que vos tenes mucho que escriir si es que no lo has hecho todo sobre la cumbre acepto colaboraciones, Cuando hice el articulo pensé nombrarte porque en tu casa sucedio un hecho que pocos recuerdan. te escribo a tu direccion mail